OPINIÓN SINGULAR | (Extracto de diario Expreso)
Por Luis Lamas Puccio
Que el Perú mantiene una relación conflictiva y cada vez más dificultosa con la Corte Interamericana de Derechos Humanos, no tengo el menor atisbo de duda ni oscilación.
Hablamos de una interdependencia negativa y de protesta por donde se le mire y analice. Hablamos de una relación cargada de conflictos y plagada de todo tipo de reproches y censuras, sobre todo respecto a la actitud que nuestra nación ha mantenido con el Sistema Interamericano de Derechos Humanos desde que empezó a ser parte de esta jurisdicción supranacional, y que, a lo largo de los últimos años, ha venido cargándose de negativas, acusaciones y desacatos a los mandatos administrativos y jurisdiccionales emanados de un esquema normativo del que, para bien o para mal, somos parte vinculante.
Doble realidad
Estoy de acuerdo en que nuestro desempeño como nación ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos tiene una doble realidad y que no ha sido nada alentadora y menos auspiciosa. El Perú tiene una relación con el Sistema Interamericano de Derechos Humanos (SIDH), manifestada en su membresía a la Organización de los Estados Americanos (OEA) y su ratificación de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.
El reflejo de todos nuestros males
Se le achaca, sin mayores miramientos o esmeros, al Sistema Interamericano de Derechos Humanos, y en particular a la Corte Interamericana como ente más emblemático del conflicto, ser los directos responsables, o mejor dicho culpables, de muchos de nuestros peores males.
A tales niveles han llegado las acusaciones de nuestra parte, que se afirma, sin mayores miramientos o recato, que nuestro Estado se encuentra atado de manos o imposibilitado de implementar las reformas legales internas necesarias, cuando en realidad somos nosotros mismos los directamente culpables de una gran parte de nuestros males.
Hablo de un manejo político interesado, engañoso e incluso tergiversado, dependiendo de las circunstancias o acontecimientos, para mostrar una determinada realidad engañosa, mentirosa, media verdad y hasta irresponsable, dependiendo de lo que más conviene ocultar o mostrar.
Una posverdad en la que lo objetivo y lo racional pierden peso y valor frente a lo emocional o a la voluntad de sostener creencias, a pesar de que los hechos y resultados muestran lo contrario.
Un discurso “fake” o engañoso de política populista, con el propósito de manipular o conducir a la opinión pública frente a realidades que no resultan ser tan ciertas.
Se confunde adrede recurriendo a información imprecisa y falsa, y se apela a las emociones para generar adhesión o rechazo frente a determinados acontecimientos, en lugar de basarse en argumentos sólidos y lógicos por medio de una información selectiva y a la vez masiva, que persigue la propagación de situaciones que no son ciertas, adornadas de la retórica para que suene convincente, categórica y persuasiva.
Pongo como ejemplo la reimplantación en nuestro marco legal de la pena de muerte, haciéndole creer al imaginario colectivo que, con su incorporación y aplicación, se podrá controlar el aumento inmanejable de la delincuencia urbana o callejera, cuando se está consciente de que las causas o los orígenes están inmersos en las decisiones desacertadas que nuestros propios gobernantes siempre asumen sobre el particular.