La humanidad entera hemos de replantearnos cómo hemos venido evolucionando éticamente a lo largo de nuestra historia. Queda claro que, viendo los acontecimientos actuales, aún no hemos sido capaces de expresarnos adecuadamente en favor de respetar unas leyes que hagan posible la verdadera defensa de esos derechos humanos fundamentales que todos parecen defender en el ámbito personal, comunitario e internacional.
Y es que todavía ni siquiera hemos sido capaces de cumplir con aquél decálogo dictado a Moisés como propuesta profética del Dios de la vida para los seres humanos de aquella época, con el fin de alcanzar unas buenas relaciones entre sí y como alianza con ese Dios que sostiene nuestras vidas y la vida en general.
Hoy, seguimos presenciando cómo se inician y luego se intentan justificar: injusticias, muertes de inocentes, guerras, genocidios… atentando contra ese mismo decálogo y contra los derechos fundamentales de los seres humanos; el primero de todos, el derecho a la vida, a poder nacer, a existir; al desarrollo de la propia vida desde el bien, el respeto, la libertad…
Desde aquel decálogo deberíamos haber comprendido la sabiduría y la gratuidad con la que Dios nos trata; de dónde vienen todos esos anhelos de unión, de paz, de justicia y de dignidad humana aún por realizar y alcanzar, y para los que hemos de poner todo lo que esté de nuestra parte con el fin de que ese proyecto suyo se realice plenamente.
Está claro que todos esos anhelos que debiéramos hacer nuestros las personas, vienen de ese bien supremo que es Dios, que se nos revela y manifiesta humanamente a través de la vida de Jesucristo, por sus palabras y obras y, sobre todo, por su sacrificio en la cruz; un sacrificio por amor a la humanidad y para el bien nuestro frente a nuestros egoísmos y miserias; frente a quienes les interesa convertir este mundo, para beneficio propio, en ese gran mercado donde todo se compra y se vende, incluso a costa de la vida y de la existencia digna de las demás personas; y así corremos el riesgo de destruirlo todo incluyendo la vida de nosotros mismos.
Donde únicamente se busca la propia ventaja y la ganancia, sin tener en cuenta los derechos y las necesidades de todos, sobre todo de los más desamparados, no puede haber sitio para el Dios de la vida; apagándose, como consecuencia de ello, la llama y las exigencias del verdadero amor, que implica: esfuerzos y sacrificios en favor del otro.
Únicamente desde Jesucristo, sus palabras y obras, su crucifixión y su resurrección para quedarse siempre presente entre nosotros, es desde donde se nos revela la sabiduría y el poder del verdadero Dios; de ese misterio que sostiene la vida y la entrega amorosamente para el bien de todos; un Dios locura y necedad para los que conciben a los dioses desde la grandeza y el poder de este mundo; para los que son a su vez prepotencia inaudita y astucia miserable; que siempre acabarán derrotados en esta vida con su muerte definitiva.
Quien no practica la justicia y ama a los demás ni es de Dios ni puede resucitar.