Como todos los años, el 29 de junio hemos celebrado la solemnidad de san Pedro y san Pablo, en la que los católicos damos gracias a Dios por ambos apóstoles, a cada uno de los cuales Jesús les encomendó una tarea particular. En efecto, desde el momento en que llamó al primero de ellos, Jesús le anunció que lo haría “pescador de hombres” (Mt 4,18-19) y le dijo también: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; te llamarás Cefas (que quiere decir Piedra)» (Jn 1, 42). Un tiempo después, en presencia de los demás apóstoles, le dijo además: «tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia…Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 16, 18-19); y poco antes de entrar en su pasión, le dijo también: «confirma a tus hermanos (en la fe)» (Lc 22,32). Finalmente, en su última aparición, ya resucitado, le mandó: «apacienta a mis ovejas» (Jn 21, 17). Así, Jesús mismo puso a Pedro como cabeza visible de la Iglesia, y las Sagradas Escrituras tienen varios testimonios de que, desde los inicios, los demás apóstoles reconocieron en él esa autoridad y principio de unidad.
El caso de san Pablo es algo distinto. Como sabemos, él no formó parte de los discípulos que siguieron a Jesús en su vida pública. Por el contrario, Saulo, como se llamaba antes de su conversión, no conoció a Jesús en la carne y, desde su posición como parte del grupo de los fariseos, fue un perseguidor de los cristianos hasta que el mismo Jesús, resucitado, se le reveló cuando en el camino a Damasco le dijo: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (Hch 9,4). Su misión se sintetiza en las palabras que, según nos transmite el libro de los Hechos de los Apóstoles, Jesús le dijo sobre él a Ananías: «ese hombre es un instrumento elegido por mí para llevar mi nombre a pueblos y reyes, y a los hijos de Israel» (Hch 9, 15). Misión que Pablo cumplió fielmente al comenzar predicando en las sinagogas de los judíos, en las que fue bastante maltratado, para de ahí pasar a ser el gran apóstol de los gentiles, llevar la palabra de salvación a numerosos pueblos paganos y fundar en ellos la Iglesia. Al igual que san Pedro, san Pablo murió en Roma. El primero, crucificado; el segundo, decapitado. Ambos dieron la vida por Jesús y el Evangelio.
En la posición especial de Pedro entre los apóstoles tiene su fundamento el ministerio del Papa (Youcat, 92) que, al igual que el de los apóstoles Pedro y Pablo, tiene su origen y su fuerza en el amor de Dios. Así el Papa, Obispo de Roma, es el “siervo de los siervos de Dios” y preside a la Iglesia en la caridad. Por eso, cada 29 de junio celebramos también el Día del Papa y pedimos a Dios que lo sostenga y guíe siempre en el servicio de conducir a la Iglesia en fidelidad al Evangelio y la Tradición, para que, como nos enseña el Papa Francisco, seamos cada vez más una Iglesia “en salida” que haga presente a todas las gentes el amor de Dios que, en Jesucristo, ha dado su vida para el perdón de nuestros pecados, para que podamos vivir en comunión unos con otros en este mundo y, llegado el momento de partir, vayamos al Cielo y vivamos con Él eternamente. Recemos por nuestro Papa Francisco, recemos por nuestra Iglesia y mantengámonos siempre unidos a ella.
+ Javier Del Río Alba
Arzobispo de Arequipa