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LAS MANOS JUNTAS, ATADAS CON UNA CINTA

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Por Salvador Rodríguez Barrionnevo (cercadelmarmenor.com)

Don Fulgencio celebraba sus bodas de oro como sacerdote. Era una sencilla ceremonia, una eucaristía casi exclusiva para sus familiares y amigos. En la homilía nos hizo participes, con palabras no exentas de emoción, de los tres momentos más significativos de su vida sacerdotal:

El primer momento y el más importante fue el día de su ordenación. Aquel día 16 de junio de 1961 se ordenaban junto a él dieciséis nuevos sacerdotes. Siguiendo el ritual establecido, en un momento determinado el señor obispo impuso sus manos sobre cada uno de ellos. Después y mientras se cantaba el Veni Creator el obispo ungía las manos de los ordenados, con el óleo.

Era el momento.

Su madre presente en la ceremonia se levantó de su asiento. Llevaba una cinta en la mano. Junto a otros padres o padrinos se acercó el altar, al lugar donde estaba su hijo, que la estaba esperando con las manos juntas, ya ungidas, y con una profunda emoción se las ató con la cinta…

Todavía guardo esa cinta, nos contaba en la homilía. No he podido nunca olvidar esa escena por dos motivos: uno recordando el rostro y la sonrisa de mi madre, y el otro por el profundo significado de mis manos ungidas y atadas por Dios y para Dios.

*

Solo unos días después sucedió lo que él denominó su segunda experiencia inolvidable. Era por la mañana. En su nueva parroquia. Una señora anciana se dirigió a él pidiéndole confesión… ¿Es a mí?, le dije.

La señora – nos contaba-, me miró extrañada. Yo vestía como un sacerdote y estaba en un pasillo de la iglesia. Supuestamente podía confesarla. Lo que ella no sabía era que yo no había confesado nunca a nadie.

Me senté por primera vez en el confesionario, y la confesé. No puedo describir exactamente mi estado de ánimo, pero podéis imaginarlo. Vi claramente, sentí claramente que estaba representado a Jesucristo, que mis oídos eran sus oídos, que mi voz era su voz, que mis palabras eran sus palabras. Le di la absolución, le perdoné sus pecados, la bendije, pero tuve la convicción de que yo era sólo un instrumento. Sentí realmente que yo no era yo. Él era yo, y esa percepción me ha acompañado toda mi vida cada vez que me siento en un confesionario.

La tercera experiencia inolvidable es más reciente, nos decía en la homilía. Fue hace solo unos meses. Ya sabéis -nos contaba-, que por mi condición de capellán castrense en ocasiones acompaño a las tropas en los días de maniobras.

Todo sucedía en algún lugar de Castilla la Mancha, en una aldea perdida entre las montañas. En la mañana del domingo intentamos disponer todo para celebrar la Santa Misa. Los lugareños nos cedieron un amplio cobertizo, donde había todo tipo de aperos de labranza. Era bastante amplio, y en ese lugar, donde unos días antes debieron cobijarse algunas decenas de ganado, allí, en aquél ambiente que recordaba el lugar del Nacimiento de Jesús, en una amplia mesa rustica cubierta con lo imprescindible, lo dispusimos todo para celebrar la Eucaristía.

Llegado el momento de la consagración, mi mente se detuvo unos instantes… Sentí clarísimamente una vez más, que yo no era yo. Al igual que en Belén, Jesús estaba presente entre nosotros. Estaba entre nosotros en aquél cobertizo lleno de soldados, que en ese amanecer representaban a su Iglesia. En ese ambiente, sentí la Santa Misa en toda su grandeza y en toda su pureza y en toda su santidad, y yo pobre de mí en esos instantes solo pude dar gracias a Dios por haberme llevado ese día a ese cobertizo para representarle.