La hipótesis según la cual Benedicto XVI habría sido el único Papa válido, y, por ende, Francisco sería un Papa inválido, contradice no solo la probada y sensata praxis de la gran tradición de la Iglesia, sino también el simple sentido común.
Redacción InfoCatólica
«El principio rector más seguro en esta cuestión crucial para la vida de la Iglesia debería ser la praxis prevalente con la que se resolvían los casos de una renuncia o, respectivamente, de una elección pontificia presumiblemente inválida. En ello se manifestaba el sensus perennis ecclesiae.
El principio de la legalidad aplicado ad litteram o del positivismo jurídico no era considerado en la gran praxis de la Iglesia como un principio absoluto, ya que en el caso de la legislación de la elección papal se trataba de una ley humana, no divina.
La ley humana que regula la asunción al oficio papal o la dimisión del mismo debe estar subordinada al bien mayor de toda la Iglesia, que en este caso es la existencia real del jefe visible de la Iglesia y la certeza sobre dicha existencia para todo el cuerpo de la Iglesia, clero y fieles, dado que tal existencia visible del jefe y su certeza son exigencias de la naturaleza misma de la Iglesia. La Iglesia universal no puede existir durante un tiempo considerable sin un jefe visible, sin el sucesor de Pedro, ya que de él depende la actividad vital de la Iglesia universal, como por ejemplo el nombramiento de obispos diocesanos y cardenales, nombramientos que requieren la existencia de un Papa válido. De un nombramiento válido de un obispo depende a su vez el bien espiritual de los fieles, ya que en caso de un nombramiento episcopal inválido (debido a un Papa presumiblemente inválido), los sacerdotes carecerían de jurisdicción pastoral (confesión, matrimonio). De ello dependen también aquellas dispensas que solo el Romano Pontífice puede conceder, así como las indulgencias: todo ello en beneficio espiritual y para la salvación eterna de las almas.
La aceptación de la posibilidad de un tiempo prolongado de sedisvacantia papalis conduce fácilmente al espíritu del sedevacantismo, un fenómeno sectario y casi herético que apareció en los últimos sesenta años debido a los problemas relacionados con el Concilio Vaticano II y los papas conciliares y postconciliares.
El bien espiritual y la salvación eterna de los fieles son la ley suprema en el sistema normativo de la Iglesia. Por esta razón existe el principio del «supplet ecclesia», es decir, de la «sanatio in radice»: que la Iglesia completa lo que estaba en contra de la ley, en el caso de los sacramentos, por ejemplo, confesión, matrimonio, confirmación, o las intenciones de las misas.
Guiado por este principio verdaderamente pastoral, el instinto de la Iglesia ha aplicado el «supplet ecclesia» o la «sanatio in radice» también en el caso de dudas sobre una renuncia o una elección pontificia. Concretamente, la «sanatio in radice» de una elección pontificia inválida se expresaba en la aceptación pacífica y moralmente universal del nuevo Pontífice por parte del episcopado y del pueblo católico, por el mero hecho de que dicho Pontífice elegido (presumiblemente inválido) era nombrado en el Canon de la Misa prácticamente por todo el clero católico.
La historia de la Iglesia es una maestra segura en esta cuestión. La más larga sedisvacantia papalis duró dos años y nueve meses (del 29 de noviembre de 1268 al 1 de septiembre de 1271). Hubo elecciones pontificias evidentemente inválidas, es decir, asunciones inválidas al oficio papal: por ejemplo, Gregorio VI llegó a ser Papa porque compró el papado con una gran suma de dinero a su predecesor Benedicto IX en el año 1045. La Iglesia Romana siempre lo consideró como Papa válido e incluso Hildebrando de Soana, que luego se convertiría en el Papa San Gregorio VII, consideraba a Gregorio VI como Papa legítimo. El Papa Urbano VI fue elegido bajo enormes presiones y amenazas del pueblo romano. Algunos cardenales electores temían por su vida. Tal era la atmósfera de la elección de Urbano VI en el año 1378. Durante la coronación del nuevo Papa, todos los cardenales electores le rindieron homenaje y lo reconocieron como Papa en los primeros meses. Sin embargo, después de algunos meses, algunos cardenales, especialmente franceses, comenzaron a dudar de la validez de la elección debido a las circunstancias de amenaza y presión moral que habían sufrido. Por esta razón, estos cardenales eligieron a un nuevo Papa que tomó el nombre de Clemente VII, un francés que eligió Aviñón como su residencia. Así comenzó una de las crisis más desastrosas de toda la historia de la Iglesia, el Gran Cisma de Occidente, que duró casi cuarenta años, desgarrando la unidad de la Iglesia y dañando gravemente el bien espiritual de las almas. La Iglesia Romana siempre reconoció a Urbano VI como Papa válido, a pesar de los comprobados factores invalidantes de su elección.
El Papa Celestino V renunció en circunstancias de presión e insinuaciones por parte del poderoso cardenal Benedicto Caetani, quien le sucedió como Papa Bonifacio VIII en el año 1294. Una parte de los fieles y del clero de esa época nunca reconoció a Bonifacio VIII como Papa válido debido a estas circunstancias. Sin embargo, la Iglesia Romana consideró a Bonifacio VIII como Papa legítimo, porque la aceptación de Bonifacio VIII por parte de la inmensa mayoría del episcopado y de los fieles sanó «in radice» las posibles circunstancias invalidantes tanto de la renuncia de Celestino V como de la elección de Bonifacio VIII.
Aplicándolo concretamente al caso actual de Benedicto XVI y Francisco, la hipótesis de la renuncia inválida de Benedicto XVI, y por ende de la invalidez del papado de Francisco, se presenta propiamente como un callejón sin salida, un cul-de-sac.
Durante once años, la Sede Apostólica habría estado de facto vacante, ya que Benedicto XVI no realizó ningún acto de gobierno, ningún nombramiento episcopal o cardenalicio, ningún acto de dispensa, de indulgencias, etc. La Iglesia universal estaría, por esta razón, paralizada en su aspecto visible. Tal suposición equivaldría, en la práctica, al sedevacantismo.
En los once años transcurridos, todos los nombramientos de nuncios apostólicos, obispos diocesanos y cardenales, todas las dispensas pontificias, las indulgencias concedidas y lucradas por los fieles serían nulos, con todos los daños consiguientes para el bien espiritual de las almas (obispos ilegítimos, jurisdicciones episcopales inválidas, etc.).
Todos los cardenales nombrados por el Papa Francisco serían inválidos, es decir, no cardenales, y, por lo tanto, la inmensa mayoría del actual colegio cardenalicio.
Otra hipótesis puramente teórica: si Benedicto XVI hubiera sido un Papa extremadamente progresista y casi herético, y hubiera renunciado en 2013 en circunstancias similares a las entonces existentes (por lo tanto, con posibles elementos de invalidez), y luego hubiera sido elegido un nuevo Papa de espíritu absolutamente tradicional. Y este nuevo Papa –elegido de manera presumiblemente inválida debido a la renuncia inválida del predecesor y a la infracción de algunas normas del cónclave– comenzara a reformar la Iglesia en el verdadero sentido, a nombrar buenos obispos y cardenales, a emitir profesiones de fe o pronunciamientos ex cathedra para defender la fe católica. Ciertamente, ningún buen cardenal, obispo y fiel católico lo consideraría un Papa ilegítimo, pidiendo que renunciara y que el viejo pontífice progresista volviera a gobernar.
También podría suceder que todos los cardenales nombrados por Juan Pablo II y Benedicto XVI murieran; el colegio cardenalicio de la Iglesia Católica estaría entonces compuesto únicamente por cardenales nombrados por el Papa Francisco, es decir, por no cardenales (según los defensores del pontificado inválido de Francisco); en consecuencia, ya no habría un colegio cardenalicio ni electores válidos que pudieran proceder a una nueva elección pontificia. La ley que establece que los cardenales son los únicos electores válidos del Papa está vigente desde el siglo XI y fue promulgada por el Romano Pontífice, por lo que solo un Romano Pontífice es competente para cambiar la ley vigente y promulgar una norma que permita otros electores además de los cardenales. En el posible caso de la muerte de todos los cardenales nombrados antes del Papa Francisco, no sería posible elegir válidamente a un nuevo Pontífice. La Iglesia se encontraría en un callejón sin salida, sin salida.
La hipótesis según la cual Benedicto XVI habría sido el único Papa válido, y, por ende, Francisco sería un Papa inválido, contradice no solo la probada y sensata praxis de la gran tradición de la Iglesia, sino también el simple sentido común. Además, se absolutiza el aspecto de la legalidad, es decir, de la ley humana (las normas de la renuncia y de la elección pontificia) en detrimento del bien de las almas, ya que se crearía una situación de incertidumbre sobre la validez de los actos de gobierno de la Iglesia y con ello se iría en contra de la naturaleza visible de la Iglesia, acercándose también implícitamente a la mentalidad del sedevacantismo. Se debe seguir la vía tutior (la más segura) y el ejemplo de la praxis de la gran tradición de la Iglesia.
Se debe renovar la fe en que el timón de la barca de la Iglesia, incluso en situaciones de máxima tempestad –a causa, por ejemplo, de un Papa heterodoxo–, está firme en las manos del Señor y que esta tempestad es relativamente breve en la perspectiva de las grandes crisis en los dos mil años de existencia de la Iglesia militante».
+ Athanasius Schneider, obispo auxiliar de Astaná (Kazajistán)